Cuando existir se convierte en drama: Unamuno, Schopenhauer y Camus contra la angustia de ser humanos.
Desde que el ser humano tuvo tiempo para hacerse preguntas —entre fogatas, guerras y desamores— ha rondado una inquietud que nunca se disipa: ¿para qué estamos aquí si todo acaba? La existencia, más que un regalo, a veces parece una broma cósmica sin remate. Una tragedia sin guión. Una obra en la que todos sabemos el final desde el primer acto.
A lo largo de la historia, distintos filósofos se han atrevido a decirlo sin anestesia: la vida duele. Y entre los más agudos, tres nombres resuenan como voces en medio del abismo: Miguel de Unamuno, Arthur Schopenhauer y Albert Camus. Tres enfoques, tres estilos, una misma angustia existencial.
Miguel de Unamuno: el alma en guerra consigo misma
En “Del sentimiento trágico de la vida” (1912), Unamuno se adentra en lo más hondo del ser humano, no desde la lógica académica, sino desde las entrañas. Para él, el hombre es una criatura dividida: quiere vivir para siempre, pero “sabe que va a morir”. Esta contradicción no se resuelve ni con ciencia, ni con religión, ni con evasión. Se vive. Se sufre.
Unamuno no busca consuelo, sino autenticidad. Su tragedia no es solo filosófica, es “existencial y espiritual”. Nos recuerda que el pensamiento racional no basta, porque hay verdades que se sienten, no se explican. “El hombre muere, sí; pero no quiere morir”. Y ahí comienza el drama.
Dato curioso: Unamuno fue un pensador profundamente religioso, pero no dogmático. Su fe era, más que certeza, un acto de resistencia emocional frente al vacío.
Arthur Schopenhauer: la vida como una broma de mal gusto
Si alguien vio el mundo con ojos grises, fue Schopenhauer. En su obra principal, “El mundo como voluntad y representación” (1818), plantea que todo en la vida está impulsado por una voluntad ciega e irracional que “nunca se sacia”. Deseamos, obtenemos, nos aburrimos. Volvemos a desear. Un ciclo eterno de insatisfacción.
Para este filósofo alemán, la existencia es dolor por definición. El sufrimiento no es un error del sistema, “es el sistema”. Por eso admiraba tanto el arte, la música y el ascetismo: eran las únicas formas de escapar (temporalmente) de ese bucle infernal.
Bonus filosófico: Schopenhauer fue uno de los primeros europeos en admirar el budismo. Para él, la liberación del deseo era clave para dejar de sufrir.
Albert Camus: el absurdo como oportunidad
Camus entra al escenario con una mirada igual de lúcida, pero más luminosa. En “El mito de Sísifo” (1942), parte de una idea demoledora: “la vida no tiene sentido”. No hay Dios que nos responda, ni destino escrito. Solo un universo indiferente y una conciencia que pregunta. Y, sin embargo, ahí está el truco: “podemos elegir rebelarnos”.
Camus no recomienda resignación ni nihilismo. Su propuesta es casi poética: “aceptar el absurdo y vivir con intensidad a pesar de él”. Como Sísifo, empujamos la piedra sabiendo que caerá… pero lo hacemos con dignidad. Para Camus, eso es heroico.
Camus en sus palabras: “No hay destino que no se venza con el desprecio”. En otras palabras: si todo es absurdo, lo que hagas con eso es tu arte.
Conclusión:
Unamuno grita al cielo, Schopenhauer lo maldice y Camus lo ignora con estilo. Los tres, con lenguajes distintos, nos invitan a mirar de frente lo que muchos prefieren no ver: vivir implica sufrir, pero también significa pensar, elegir y sentir.
La idea de que la vida es una tragedia no es un mensaje derrotista. Al contrario: es una invitación a vivir con más conciencia, más profundidad y menos ilusiones. Quizá no vinimos a ser felices en términos publicitarios, sino a entender el mundo, a llorar con sentido y a reír con alma.
A veces, lo más valiente no es negar el dolor, sino caminar con él. Como escribió Unamuno: “El hombre muere; sí, pero no quiere morir. Y esta es su tragedia”.
Tal vez no haya respuestas definitivas. Pero si vas a existir, “hazlo con estilo, con preguntas y con cierta ternura ante el absurdo”.
«Sé por qué es así. No es el vino que bebí ayer, ni que haya dormido en una mala cama, ni tampoco el tiempo lluvioso. Han aparecido unos demonios y han desafinado una por una todas las cuerdas de mi ser. Ha vuelto el temor, el miedo de las pesadillas infantiles, de los cuentos, del destino de los colegiales. El temor, el acoso de lo inalterable, la melancolía, el tedio. ¡Qué insulso es el mundo! ¡Qué horrible tener que levantarse mañana, volver a comer, volver a vivir! ¿Por qué hemos de vivir? ¿Por qué es el hombre tan tímido y bonachón? ¿Por qué no yacemos desde hace tiempo en el mar?
Ni siquiera ha crecido la hierba. No se puede ser vagabundo y artista y al mismo tiempo un burgués sano y cuerdo. Si quieres embriaguez, ¡acepta también la resaca! Si quieres sol y bellas fantasías, ¡acepta también la suciedad y el hastío! Todo está dentro de ti, el oro y el barro, el deleite y la pena, la risa infantil y la angustia moral. ¡Acéptalo todo, no te aflijas por nada, no intentes rehuir nada! No eres un burgués, tampoco eres un griego, no eres armónico y dueño de ti mismo, eres un pájaro en plena tormenta. ¡Déjala rugir! ¡Déjate llevar! ¡Cuánto has mentido! ¡Cuántas miles de veces, incluso en tus libros y poesías, has fingido ser el armonioso y sabio, el feliz, el iluminado! ¡Lo mismo han fingido ser los héroes al atacar en la guerra, mientras las entrañas temblaban! ¡Dios mío, qué simiesco y fanfarrón es el hombre, sobre todo el artista, sobre todo el poeta, sobre todo yo!» – Hermann Hesse
Por último:
«La vida no es la fiesta que habíamos imaginado, pero ya que estamos aquí, bailemos” – atribuida a Fernando Aramburu.